DISCOLOQUIAL
Entramos, después de beber, con la
justificación de poder conversar más tranquilos. El cuarto tenía unas intensas
luces que pegaban en seco contra mi frente.
Olores enrarecidos se mezclaban y se anudaban
como ventosas en el pecho. No pude como rehusarme. Me tendió sus escritos.
-Quiero que los leas –me dijo–. Después ya veremos.
-Quiero que los leas –me dijo–. Después ya veremos.
Tomé los papeles como quien no quiere la cosa.
Lo sentí suspirar, como si tratara de robar el poco aire que le quedaba al
lugar. Me acomodé con dificultad en la única silla y empecé a leer:
En un cuarto de Vichay, de cuyo número no quiero acordarme, no hace
mucho tiempo que vivía un docente de los de lengua en cosquilleo. Las
prostitutas al inicio lo tomaron por uno de esos borrachos eventuales que no
sabían dónde despilfarrar el pan de sus hijos. Pronto se acostumbraron a que se
metiera al cuarto de la Meche todo el día y que por las noches emergiera dando
saltos de alegría y fuera de mesa en mesa leyéndoles a los otros ebrios las
ridículas historias que inventaba.
Fuera del burdel buscaba el lugar apropiado para poder escribir: su
habitación, su mueble, su música absorbente. Buscaba el peor lugar del mundo
para recordarla: una cantina, mesas, las botellas y los hombres, y esa música
popular y sufriente que dice así:
Cervecero yo soy y mi vida se va acabando. Ella toma un taxi color rojo.
Afuera hace un tiempo horrible, quédate esta noche y por todas las noches,
hazle compañía a mi lápiz. ¿Qué piensas sobre lo que escribo? En tragos, en
noches y en copas de licor. Él la sigue en un taxi descolorado. No estoy acosándote, acoso a tu espíritu
implorante, estás en la otra vereda, tu cuento es académico, puto escritor
mediocre. Desesperado vivo en las cantinas. Ella baja del taxi y sube las
escaleras que dan a su cuarto. Siéntate, estás en tu casa. La verdad, nunca
tuve un mueble; siéntate en la cama, ¿no comprendes que tus cuentos hablan de
lo mismo? Bebiendo, sufriendo, llorando por su amor, él husmea por la ventana y
la ve desnudarse con parsimonia. Recuéstate en mis brazos con cuidado, ya no
hay de qué hablar, todo se dijo en los cuentos. Cantinero, llegó el cervecero.
Cantinero, llegó el cervecero. Ella se unta las manos con Body lotion cream y empieza a
masajearse toda. Ya te dijeron que tienes un hermoso cuerpo, déjame besarlo,
pues entonces di lo mismo en tus cuentos pero de otro modo. Póngame mis tragos,
póngame mis copas que quiero beber y beber hasta morir. Él ya no soporta,
tampoco la ventana y los vidrios se rompen estrepitosamente despertando a todo
el vecindario. Quítate la ropa y recuéstate boca abajo, eso hacen los
escribidores. Beber y beber hasta morir. Ella se cubre los pechos con una
toalla y no sabe si auxiliar o golpear al herido. ¡Ay! me duele, bruto. Si
quieres que me quede hazlo con cariño, bla, bla, bla; alb, alb, alb; bal, bal,
bal; lab, lab, lab; abl, abl, abl, son
cinco modos distintos. Apláudeme. Entonces otra música empieza, dice así: No
estoy triste, no es mi llanto, es el humo del cigarrillo que me hace llorar… él
tiene el rostro adornado con incrustaciones de vidrio. Te dije que con cariño,
si quieres por atrás por lo menos échale un poco de tu saliva, haciendo eso te convertirás en un escritor
menstrual. Ella lo coge de los brazos y lo revuelca en el charco de sangre. Y
mientras empieza esa cumbia, un borracho de mierda arroja una botella a la
barra gritando: “pónganme una de Lucho Barrios, carajo…”
Aquí mis ojos se detuvieron. Lo miré y vi que sudaba
a cántaros.
-¿Es un profesor de la universidad? –le pregunté.
-Finge ser otro, pero no hay quien no lo reconozca fuera de las aulas.
-¿Es un profesor de la universidad? –le pregunté.
-Finge ser otro, pero no hay quien no lo reconozca fuera de las aulas.
Ya no quise seguir leyendo, entonces tiré sus
manuscritos.
-Creo que estos días andas bebiendo demasiado –le dije, y al salir de aquel recinto me topé con varios tipos que pugnaban en una improvisada cola delante de la puerta.
-¿Es la de veinticinco? –me preguntaron casi a coro.
-No, es él de cuarenta y ocho años –respondí y me fui caminando por el pasillo de luces crudas y cantos ahogados.
-Creo que estos días andas bebiendo demasiado –le dije, y al salir de aquel recinto me topé con varios tipos que pugnaban en una improvisada cola delante de la puerta.
-¿Es la de veinticinco? –me preguntaron casi a coro.
-No, es él de cuarenta y ocho años –respondí y me fui caminando por el pasillo de luces crudas y cantos ahogados.